En
la búsqueda de respuestas respecto a qué es aquello que ponen en escena las
travestis en el acto de travestirse, se presentan a continuación tres hipótesis
que se recogen de la investigación realizada por Josefina Fernández (2004).
En
ella se despliega el punto central de cada una, junto a la revisión de los
aportes de diversos autores que, de acuerdo a sus desarrollos conceptuales,
aparecen ligados a cada una de éstas líneas explicativas. Se suma a lo recogido
de la investigación de Fernández, el análisis del trabajo de la Psicóloga Miriam
Ormeño[1],
presentado durante el año 2007.
a)
El travestismo como expresión de un tercer género. Esta propuesta surge principalmente
desde la revisión de diversas investigaciones del ámbito de la antropología. El
punto central de ésta, radica en la existencia de sujetos que compartiendo
determinadas características, que aparecen combinadas de forma inusitada,
resultan excluidos de las categorías varón/mujer. En este contexto, el
travestismo aparece como una tercera posibilidad en la organización y
representación de género, una tercera categoría de género, que agruparía a
aquellos sujetos que en su expresión genérica combinarían elementos femeninos y
masculinos, característica que lleva a Josefina Fernández (2004) a denominarlos
como “género confuso”[2].
Para
Gilbert Herdt (1996, citado en Fernández, J., 2004) la categoría de tercer
género surge a partir de la necesidad de reinterpretar el sexo y el género
desde un paradigma alejado del occidental, el cual posee como eje ordenador el
dimorfismo sexual. El autor sostiene que las categorías varón y mujer basadas
en criterios anatómicos no son universales, así como tampoco conceptos válidos
para un sistema de clasificación de género. En este sentido las categorías de
tercer género se constituyen en un intento por entender cómo, en determinados
lugares y momentos históricos, la gente construye categorías no solamente sobre
la base de un cuerpo natural, sino también sobre la base de lo que Garfinkel
(1967, citado en Mercader, P., 1997) denomina Genitales culturales[3].
Por
otra parte, Roscoe (1996, citado en Fernández, J., 2004), continuando con la
línea conceptual crítica de los géneros binarios, manifiesta que éstos derivan
de fundamentos morales y naturalizantes, entendiendo al género como un fenómeno
social total que vehiculiza la transmisión de expectativas sociales sobre
diversas áreas de la vida de los sujetos.
Se
comienza a configurar una propuesta de un paradigma múltiple del género, como
una posibilidad para de-construir el carácter jerarquizado que guarda el género
respecto del sexo en el paradigma binario, en el que la anatomía tiene primacía
sobre el género, y en donde este género no es una categoría ontológicamente
distinta sino una mera reiteración del sexo.
Anne
Bolin (1996, citado en Fernández, J., 2004), se identifica con el paradigma de
géneros múltiples o supernumerarios. Con
relación a la población transexual, travesti y transgénero, manifiesta que
éstos convocan a la desestabilización del sistema de género, en tanto sugieren
o expresan un continuum de masculinidad y feminidad, una renuncia al género
como aquello alineado a los genitales, el cuerpo, el rol social. Para Bolin el
transgenerismo es el que mejor expresa pluralidad en las variaciones
identitarias de género. Fernández (2004) expone:
El
tercer género aparece “como el lugar para la construcción de múltiples identidades que recomponen dimensiones cuya
vinculación se desnaturaliza y que, por
lo mismo, pueden escapar a las normas socialmente impuestas. El travestismo, en
este marco, no es sino un conjunto - en sí mismo heterogéneo - de las posibles
identidades de género que se distribuyen en un continuum”. (p. 49)
b)
El travestismo como reforzamiento de las identidades genéricas. Bajo esta
postura, el travestismo aparece como representación de uno de los dos
géneros planteados por el paradigma
occidental, femenino o masculino. Respecto de éstos, el travestismo puede
aparecer en una alternancia de ellos, o “desplazándose” en un continuum varón – mujer.
Adscribiendo
a esta visión, aparece la antropóloga Victoria Barreda, quien plantea que la
construcción del género femenino que la travesti realiza consiste en un
“complejo proceso en el plano simbólico y físico, de adquisición de rasgos
interpretados como femeninos” (Fernández, J., 2004, p. 50), construcción en la
cual Barreda reconoce tres momentos. Uno de ellos daría cuenta de la adopción
de los rasgos externos como la vestimenta y el maquillaje, a ello sigue la
transformación corporal, ya sea por medio
de cirugías, o a través de la ingesta de hormonas. A partir de estos
procesos se da paso a una nueva imagen,
la que es acompañada de un nombre de mujer.
Desde
las investigaciones que lleva a cabo Barreda sobre el travestismo prostibular
de Buenos Aires, si bien le es posible concluir que en él es factible reconocer
un reforzamiento de los estereotipos de lo femenino predominantes en su
cultura, este imaginario de feminidad al momento de ejercer la prostitución
puede ser desplazado, en lo que Barreda plantea como una recuperación del
género masculino, reconocido en la asunción del rol activo que la travesti
tomaría en la relación sexual con el cliente.
En
estudios posteriores, analizando la dimensión del cuerpo en las travestis, la
autora plantea que si bien éstas se definen como mujeres en lo que hace alusión
a su forma de actuar, reinvención y puesta en escena, con relación al cuerpo
surge una distinción, en tanto muchas de las travestis que participan de su
investigación señalan que no es lo mismo ser
cuerpo y tener un cuerpo. Esto ya que como plantea Fernández (2004):
“El cuerpo
travesti se denuncia e insiste en querer mostrar que sigue siendo varón (…) el
cuerpo se convierte en el lugar donde se debaten la separación y la inclusión
de aquello considerado del orden de lo anatómico – fisiológico (lo natural) y
aquello considerado del orden de la cultura. El travestismo interpreta, modela
y experimenta su cuerpo como un texto que puede ser leído desde el género
(femenino) o desde su sexo (varón)” (p. 51).
Una
propuesta similar a la de Barreda es la esbozada por Hélio Silva (1993, citado
en Fernández, J., 2004), en donde le es posible reconocer en las travestis una
lucha permanente a lo largo de su vida contra cualquier signo de masculinidad.
Cada uno de los elementos que incorporan para la construcción de su identidad
lo evalúan a la luz de la reacción que observan en la sociedad, para luego ser
incorporados.
Reafirmando
las propuestas anteriores se
encuentra Woodhouse (1989, citado en
Fernández, J., 2004), para quien la travesti ilustra los procesos de
construcción genérica, en este caso de la construcción de género femenino, que
sería aquel que desde esta perspectiva reforzarían en su construcción
identitaria.
La
autora plantea que las travestis ven al género como algo rígidamente demarcado,
reflejando los roles de género tradicionales, auto excluyentes entre sí. Señala
que el travestismo refleja en su creación una díada sintética, en tanto su yo
femenino daría cuenta de los deseos de su yo masculino. Concordante con lo
expuesto por Woodhouse, Marisol Facuse (1998) con base en lo formulado por
Annick Prieur señala:
“La
asimetría entre los dos sexos se reproduce en la imagen de feminidad
buscada por los travestis (…) la lógica del estándar masculino no es invertida
por los travestis, ya que ellos adoptarían menos un estándar femenino para sus
cuerpos que una visión masculina de los cuerpos femeninos (…) es la mujer vista
por el hombre y producida por el hombre “más verdadera que natural””. (p. 12)
Resultados afines a esta hipótesis se
encuentran en la memoria realizada por Miriam Ormeño (2007). En ella, la autora
afirma que la construcción identitaria de transexuales y trangéneros obedecería
al sistema hegemónico. El género con el cual se identificarían daría cuenta de
los roles asignados por las regulaciones sociales, respondiendo al sistema
binarista, en donde el sexo refleja el género y a su vez establece los roles
comportamentales para los sujetos. La interpretación que ellos realizan
responde al ser hombre o mujer socialmente normado.
c)
El travestismo como género performativo. Dentro de esta corriente se sostiene
que el travestismo se presenta como un cuestionador del paradigma binario del género, poniendo en entre dicho
la relación que se establece entre sexo y género. Si bien es posible hallar
autores que adscribiéndose a esta idea, señalan al travestismo como tercer
género, el fundamento para esta propuesta difiere del expuesto en la primera
hipótesis presentada. Al respecto, Marjorie Garber (1992, citada en Fernández
2004, p. 41) señala que “el efecto cultural del travestismo es desestabilizar
todas las categorías binarias: no solamente masculino/femenino, sino también
gay/no gay, sexo y género. Este es el sentido, el sentido radical en que el
travestismo es un tercer género”.
Bajo
esta concepción, el tercer género no aparece ligado a la idea de lo confuso o
borroso, sino que alude a una forma de articulación, a una manera de describir
un espacio de posibilidad, un desafío a la noción de binariedad, que pone en
cuestión las categorías de masculino/femenino, ya sean éstas consideradas
esenciales o construidas, biológicas o culturales.
Judith
Butler (1990, citado en Fernández, J., 2004), presenta una alternativa más
radical y crítica hacia el paradigma dominante, por cuanto para esta autora el
desafío no radica en encontrar un lugar para ubicar a estos sujetos, sino que
la respuesta está en la deconstrucción del género mismo.
Bajo
esta perspectiva, la identidad de género se encuentra lejos de ser un rasgo
meramente descriptivo de la experiencia, posicionándose más bien como un ideal
regulatorio, normativo, que en cuanto norma opera produciendo sujetos que se
ajustan a sus requerimientos para armonizar sexo, género y sexualidad, y
excluyendo a aquellos para quienes esas categorías están desordenadas.
En
los planteamientos de Butler hay una exhortación a construir nuestras propias
versiones del género, de modo de generar una estrategia para desnaturalizar los
cuerpos y resignificar las categorías corporales.
Desde
esta postura se entiende que los intentos por analizar el travestismo como
perteneciente a uno u otro género son reduccionistas y se derivan de una
confusión sobre las relaciones entre género y sexo, género y sexualidad
heredada de los sexólogos de principios del siglo XX.
Fernández
(2004) cita a Pedro Lemebel como un
referente que con sus planteamientos aparece alineado con esta tercera
hipótesis. Para él, la figura travesti viene a cuestionar y remecer los
discursos establecidos, lo travesti no representa una tercera posibilidad de
género, sino que representa un permanente estallido, en donde las identidades
masculino/ femenino estallan en la diversidad, lo que permite ampliar la gama
de posibilidades.
Marisol
Facuse en su trabajo de 1998, señala al travestismo como una des – identidad o
una identidad que por su carácter nomádico y tránsfugo, transgrede los órdenes
políticos y simbólicos existentes. Reconoce la identidad travesti como una
“subjetividad marginal subversiva, que provoca desórdenes, conflictuando las
definiciones de identidad aceptadas
convencionalmente por la cultura dominante” (Facuse, M., 1998, p. 4).
Los
desórdenes que va a generar la identidad travesti, tienen su fundamento por una
parte en su performance de-constructora de la noción de género tributaria de
una racionalidad bipolar, que separa las identidades femenino/masculino con base en límites rígidamente demarcados,
donde lo travesti adquiere el carácter de una subjetividad nomádica, en
permanente tránsito entre las categorías hombre/mujer. Por otra parte, va a
interrogar la propia noción de identidad de los discursos dominantes, por
cuanto para el travesti la identidad ya no permanecerá atada a un origen
anatómico, éste no constituirá el destino del género. En el travesti el
referente hombre va a ser sobrepasado por el signo mujer. El cuerpo se
aparecerá como una superficie donde dibujar la subjetividad según los deseos.
Después el travesti regresa a su “vereda tropical”,
contando el dinero ganado con su terapia fugaz. Los escasos billetes sustraídos
al presupuesto de la familia chilena, que aún no le alcanzan para pagar el
arriendo, menos para comprarse esos zapatos de Cenicienta que vio en el centro.
Tampoco para mantener a su mamá y los hermanos chicos, que salen más caros que
hobby de la Claudia
Schiffer. Su pobre mamita, la única que la comprende, que le
arregla la peluca y le echa condones a la cartera diciéndole que se cuide, que
los hombres son malos, que nunca se suba a un auto con más de uno, que les tome
la patente por si acaso, por si la dejan desnuda y toda quemada con cigarros
como le pasó a la Wendy
la semana pasada. Que no duerme pensando, rezándole a la virgen para que la
acompañe en los peligros de la noche. Pero ella le contesta que su trabajo es
así, nunca se sabe si mañana, en algún rincón de Santiago, su aleteo
trashumante va a terminar en un charco. Nunca se sabe si una bala perdida o un
estampido policial le va a cortar el resuello de cigüeña moribunda. Acaso esta
misma madrugada de viernes, cuando hay tanta clientela, cuando los niños del
barrio alto se entretienen tirándoles botellas desde los autos en marcha.
Cuando se le quebró el taco corriendo tras el Lada amarrillo, y le ganó la Susy , más joven, más atinada.
Puede ser esta la última vez que vea la ciudad emerger entre los algodones
rosados del alba. Así tan sola, tan entumida, tan gorriona preñada de sueños,
expuesta a la moral del día, que se asoma tajeando su dulce engaño laboral.
Pedro Lemebel, Loco Afán
Crónicas de Sidario
[1] Éste
corresponde a su memoria de titulación denominada “Una aproximación a la
construcción de la identidad de las personas denominadas “trans”, a través de
las narrativas de sus experiencias vivenciales articuladas con la participación
en organizaciones relacionadas a la disforia de género, que se encuentran
ubicadas en la región metropolitana y quinta región” (2007)
[2] Este tendría su
fundamento en la categoría propuesta por Marta Lamas, intersexo, y que
correspondería a los individuos que en sus caracteres fisiológicos combinan
elementos femeninos y masculinos.
[3] Con esta expresión se alude a los órganos genitales que
independiente de su origen, biológico o fabricado, funcionan como insignias de la pertenencia de
un individuo a una categoría de género. Los órganos genitales culturales vienen
a demostrar el hecho de que, en su función de insignia, son construidos durante
las interacciones sociales. Si bien consideramos como signo esencial de
pertenencia a una categoría de género la posesión de los correspondientes
genitales, en todos nuestros encuentros cotidianos decimos que tal persona es
hombre o mujer sin haber visto sus órganos genitales, lo cual demuestra que la
decisión es primera y que, en un segundo momento solamente, justificamos esta
decisión al atribuir a este individuo un “pene cultural” o una “vagina
cultural”. (Mercader, P. 1997, p. 131)
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